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VICTOR DEL ÁRBOL. ENTREVISTA «EL HIJO DEL PADRE».

Foto del escritor: Los cuadernos de ArohaLos cuadernos de Aroha

Dice nuestro invitado que «El hijo del padre» es la mejor novela que ha escrito, que todas las anteriores han sido una preparación para esta. Se trata de una novela coral muy valiente que ahonda en la relación entre padres e hijos y en la que el protagonista, alejado de sus raíces y creyendo haber superado sus heridas emocionales del pasado, a la muerte de su padre recibe una herencia que le obliga a repasar toda su vida. Es así como la verdad se desnuda y asistimos al retrato de toda una generación, la del éxodo rural de los años sesenta.


Marina Collazo. Bienvenido de nuevo a nuestras páginas, Víctor. Muchas gracias por atendernos y enhorabuena por esta nueva novela.


A través de la familia Martín, una de las protagonistas de «El hijo del padre», haces una radiografía de la evolución de España desde finales del siglo XIX hasta el XXI. ¿Hemos evolucionado tanto como deberíamos o el pasado es tan pesado que frena nuestra evolución?


Víctor del Árbol. Parece evidente que hemos avanzado mucho y rápido en los últimos treinta años, al menos desde una perspectiva socio-económica. Hemos dejado atrás muchas de las cargas que arrastraba nuestro pasado colectivo, y diría que, con todos sus defectos, la democracia española está consolidada e integrada en Europa y abierta al mundo. Sin embargo, seguimos sin ser capaces de dialogar con nuestro pasado sin dejar de lado la ideología y esa sombra cainita de la que hablaba Machado y que también mencionaba Lorca. Seguimos considerando al que discrepa enemigo, seguimos juzgando y, lo peor, seguimos utilizando el pasado y reinventándolo como coartada para sostener nuestro pensamiento inflexible.


MC. He marcado muchas frases en esta novela; por ejemplo, esta de Diego Martín: «Somos lo que contamos de nosotros mismos, y en el relato somos mejores que en la vida». Cuéntame…


VDA. Sabina lo contaba mucho mejor que yo: «Cómo decir que me vuelvo vulgar al bajarme de un escenario». En cierto sentido, cada uno de nosotros es un narrador autobiográfico de su propia historia. Vivimos en el mundo exterior, hacia afuera, sometidos y condicionados por el juicio de los demás, que es el que termina condicionando nuestra visión de nosotros mismos. Sin embargo, la realidad suele parecerse más a lo que experimentamos en la desnudez frente al espejo. Al mirar hacia adentro nos despojamos de toda la auto ficción que nos acompaña. Toda memoria tiene un alto componente de imaginación, es moldear el pasado para encajarlo en el presente.


MC. ¿Es necesario recordar nuestro pasado para aceptar nuestro presente? ¿Cómo vamos de memoria en la sociedad actual?


VDA. El territorio del recuerdo es muy fértil para hacer crecer lo que queramos, puesto que ya no existe. El pasado es una voz lejana, un eco que rescatamos de tanto en tanto, como un olor de infancia, un sonido, algo que de repente nos saca del presente. Vivir en un territorio imaginario es una pérdida de energía, un sinsentido. Más bien creo que hundir la mano en el pasado debería servir para conectarnos con el origen de lo que somos, el principio de todo, y ver cómo y de qué manera hemos ido creciendo, evolucionando, cambiando. Así deberíamos afrontar nuestra memoria colectiva; no para venganzas retrospectivas, no para buscar justificaciones ideológicas, no para remozarnos en el dolor, ni siquiera para olvidar. Visitar el pasado debería ayudarnos sencillamente a entender mejor quiénes somos, como individuos y como sociedad.

MC. Parafraseándote a ti, te pregunto: ¿Para aprender a mirar hay que aprender a ver?


VDA. Lo más difícil de todo. Cerrar los ojos a la apariencia, ver la esencia entre los espejismos. Aprender a ver, entender, comprender. Pero es más fácil, siempre lo es, juzgar.


MC. Diego Martín, el protagonista, ha dejado atrás su pasado de pobreza absoluta para convertirse en un profesor universitario respetado, de vida acomodada y familia feliz, lo que nunca tuvo. Pero el pasado vuelve y lo lleva al punto de partida. ¿Cuánto más huimos de la verdad más nos explota esta en la cara?


VDA. Como en el cuento de «Las mil y una noches», no importa cuánto corras o a dónde vayas. Lo que eres te encontrará.


MC. ¿Es la mentira la excusa perfecta de los cobardes para no tener que enfrentarse a la verdad?


VDA. La mentira no es siempre el arma de los cínicos. Hay mentiras inconscientes, de las que no somos conscientes. Troceamos algunas realidades hasta deformarlas para que se conviertan en el motor de nuestra vida, de nuestras creencias y valores. Algo así le ocurre a Diego. La mentira no tiene fisuras, es monolítica porque nunca evoluciona en su interior. Lo que cree de su padre es una verdad monolítica porque no admite duda ni discusión.


MC. La verdadera cara de Diego se va conociendo a medida que la verdad va saliendo a flote, pero ¿sería posible quedarse a vivir para siempre en la mentira?


VDA. Hay gente que siempre le dará la espalda a lo que no le conviene saber, entender, escuchar.


MC. En esta novela, las culpas y los odios se heredan a partes igual, de tal manera que el pasado marca el presente y el futuro de los protagonistas. El pasado no se lleva en el ADN, pero ¿nos condiciona más que los propios genes? ¿Sabemos gestionar estas «herencias»?


VDA. Todos somos herencia de muchas memorias ancestrales, no únicamente de la nuestra. Somos el resultado de generaciones y generaciones que han vivido y entendido la realidad de un modo determinado. Intentamos evolucionar, cambiar, crecer hasta alcanzar la mejor versión de nosotros mismos, pero con los mimbres que tenemos. A veces arrastramos cargas de las que ni siquiera somos conscientes. Cargas que no nos pertenecen.


MC. Víctor, ¿llega el odio a cansarse de mordernos las entrañas?


VDA. Sí, como el de esa madre que ha perdido a sus hijos en la guerra y no quiere que el odio se la destroce a los que le quedan. El odio que no se alimenta se agota porque es estéril, no crea nada. Basta con encontrar un motivo lo suficientemente fuerte para dejarlo atrás.


MC. He visto un titular tuyo en el que declaras: «Frente al populismo, literatura; frente al discurso vacío de las patrias, verdad». Pero ¿es realmente sana nuestra relación con la verdad? ¿Estamos dispuestos a asumirla?


VDA. Es evidente que no, si atendemos a las preguntas y respuestas anteriores. Hemos cedido demasiado espacio en nuestras vidas a lo aparente, al cinismo y a la hipocresía. Y de repente, aquí estamos, a caballo entre populismos de la peor catadura. La mediocridad en la política, la demagogia más descarnada, la enorme brecha de credibilidad en los medios de comunicación, nos ha terminado por anestesiar frente a discursos y actitudes que deberían resultarnos insoportables si tuviéramos esa relación sana con la verdad, o al menos con los hechos. Lo que está claro es que, más pronto que tarde, tendremos que dar un paso al frente, asumir nuestra responsabilidad para defender nuestra propia libertad y forzar un cambio de paradigma.

MC. «El hijo del padre» está contado a través de dos voces: la voz subjetiva del protagonista, Diego Martín, que nos narra su propia historia, y otra voz objetiva, omnisciente, que completa el relato poniéndonos ante hechos de los que el propio protagonista huye. De este modo, el lector tiene todos los ingredientes para comprender y/o juzgar lo que lee. Ambas voces tienen en común que son muy claras, no hay florituras de ningún tipo a la hora de contar los hechos. ¿Es esta tu novela más directa? ¿Esta historia pedía ser contada así?


VDA. Creo que es mi novela menos ficcional, con menos retórica y con menos «literatura». Y la paradoja resultante es que, probablemente es mi novela más literaria, más despojada, más directa y por tanto más profundamente enraizada en mis fantasmas personales. Las voces que escuchamos son verdades indirectas, subjetivas, pequeñas y preñadas de juicios y prejuicios. Solo el lector conoce la verdad entera de estas vidas. Solo él puede dictar sentencia, emitir juicio, al tiempo que sobre escribe su propia vivencia, su propio recuerdo, sobre lo leído. Mi esperanza es que, al llegar a la última palabra escrita, no necesite juzgar nada porque todo es entendido.


MC. El tema de las relaciones entre padres e hijos ya lo has tratado en otras novelas, aunque en «El hijo del padre» lo haces de una manera más compleja. Pero ¿ha sido más fácil de escribir al ser reflejo de una época y unos hechos que pueden pertenecer a cualquier familia y «solo» había que plasmarlos en papel o, por el contrario, eso dificulta más la escritura? Siempre partiendo de la base de que escribir una novela nunca es fácil, cuéntame tu experiencia con esta última, por favor.


VDA. Lo maravilloso de abrir los ojos es que te das cuenta de que toda historia merece ser contada. No necesitas que pasen cosas extraordinarias en tu vida para que lo sea.


MC. Como le sucede a Diego Martín, llega un día y te has convertido en lo que más odias… ¿Huyendo del pasado lo que conseguimos es acercarnos más a él?


VDA. Tal vez la clave está en dejar de correr, de huir. En parar, darte la vuelta y darte cuenta de que aquello que te persigue no lo hace para dañarte, sino porque forma parte de ti y te echa de menos.


MC. Muy buena esa apreciación. ¿Hay algo que nos puedas contar de ese impactante final, pero sin hacer espóiler?


VDA. Siempre te quise. Nunca supe quererte. Estas podrían ser las palabras de toda una generación, la de nuestros abuelos y padres.


MC. Para terminar, otra frase de la novela. Una que invita a la reflexión: «Ofrecer lo que no se ha pedido no es generosidad, es egoísmo». Cuéntame…


VDA. Desconfío, como el protagonista, de todas esas voces que se desgañitan ofreciendo salvaciones, discursos y verdades. Patrias que nadie pide, odios y rencores que solo alimentan su vacío y su mediocridad. Siempre preferiré a quien pregunta en lugar de afirmar, a quien busca en lugar de quien afirma con los ojos encendidos y falsa dignidad haber encontrado. La libertad no se cuenta, no se regala, se vive.


MC. Generosidad, la tuya siempre con esta revista. Gracias de nuevo, Víctor, y mucho éxito con esta excepcional novela, reflejo de la vida de muchos.


VDA. A vosotros. Larga vida para «El hijo del padre».

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