La primera vez que me ocurrió involucró a un elemento sin el cual no es posible la vida: el agua. Eran las 08:37 por mi reloj y había empezado a llover con intensidad. No sabría explicar el porqué. Solo sé que era una lluvia extraña, agresiva. No caía indolente sin más, sino que se precipitaba con saña sobre el tapiz del mundo con el claro propósito de hacer daño. De hecho, al mirar a mi alrededor con mayor atención, las gotas me parecieron como diminutas águilas lanzándose a plomo con las garras abiertas sobre presas desprevenidas.
Comoquiera que mi única cobertura era una maltrecha camiseta de algodón superviviente de mi adolescencia más temprana, inútil frente a esa borrasca malintencionada, sentí miedo. Contra mi venía en cascada un aguacero de uñas transparentes singularmente afiladas. Quedé paralizado durante algunos segundos. Cerré los ojos con fuerza en busca de un remanso interior capaz de calmarme y rememoré la playa en la que solía veranear de niño con mis padres en un ejercicio retrospectivo que logró su objetivo al menos en parte, pues pude moverme de nuevo levemente, aunque con una acentuada sensación de inoperancia. Mi reloj marcaba las 08:37. Ya llevaba parado una eternidad soportando la lluvia. A mis pies se había formado un charco a lo largo del cual se iba extendiendo una mancha de color rojo penetrante. Nunca me ha gustado la visión de la sangre, ni propia ni ajena, en ningún lugar, bajo ninguna circunstancia. La densidad de su textura me resulta obscena y su presencia siempre augura desgracias. Sin lugar a dudas las gotas ya me habían calado la ropa provocando las primeras heridas. Me recorrí las piernas y los brazos desnudos con la mirada en una apresurada evaluación de daños. Cientos de pequeñas cúpulas sangrantes iban surgiendo por todo mi cuerpo, allí dónde se me clavaba cada nuevo cuchillo de agua, formando un enjambre que no paraba de aumentar.
Cerré los ojos otra vez y comencé a gritar; grité pidiendo auxilio. Supliqué que alguien me sacara de ese letargo, no me importaba cómo; grité tanto y tan fuerte como pude; grité hasta que una punzada de dolor me atravesó la garganta; traté de gritar incluso después de que mis cuerdas vocales, exhaustas por el esfuerzo, ya se hubieran negado a obedecerme.
-¡SERÁ MEJOR QUE CORRAS Y TE PONGAS A CUBIERTO! –me chillaron a coro unas voces flotantes de procedencia incierta.
– ¡NADIE VA A AYUDARTE! ¡CORRE Y SÁLVATE! ¡CORRE Y SÁLVATE! ¡NADIE VA A AYUDARTE!
Espoleado por la emergencia imperativa de aquella interpelación anónima inicié una carrera frenética sin reparar en los obstáculos que me salían al paso. Con gran violencia los apartaba a empujones, patadas y puñetazos. Así fue como logré abrirme camino entre la gente hasta que algo que no pude identificar me frenó en seco y perdí el conocimiento.
Estaba tendido cuando mi conciencia regresó de la oscuridad a ocupar su lugar a este lado de la cordura. Me incorporé todavía aturdido. Según fui recuperando lucidez, la visión de un numeroso grupo de gente rodeándome fue tomando forma poco a poco. Me miraban con curiosidad y recelo. Dos mujeres agarraban a sus respectivos hijos de la mano para que no pudieran escapar de su lado; varias estudiantes cuchicheaban entre sí, abrazadas a sus libros de texto como a escudos protectores. Por detrás de ellas grupos de trabajadores apurados se lamentaban por un nuevo retraso.
Alimentando sin fin la confusión generalizada se iba incorporando más y más gente que no paraba de preguntar a qué se debía tanto revuelo. Otras personas permanecían como yo sentadas en el suelo siendo atendidas de lesiones en apariencia no muy graves. En un banco a mi derecha lloraba una mujer mayor, víctima de un ataque de ansiedad. Un hombre obeso inclinaba la cabeza hacia delante para aliviar su nariz rota por fuera de los límites de su traje. Otro se alejaba del lugar cojeando penosamente, descargando parte de su peso sobre su pareja. Entre esos y otros heridos iban y venían guardias de seguridad y policías uniformados, hablando por sus radioteléfonos, estableciendo un cordón de seguridad e interesándose por sus estados. Todos excepto uno que permanecía inmóvil frente a mí guardando cierta distancia. Por alguna razón desconocida yo recibía un trato diferente al resto de afectados por la lluvia.
–No se mueva, enseguida vendrán a atenderle – me dijo con una severidad más propia de una orden que de un consejo.
Entonces vi a un par de sanitarios descender por una de las escaleras mecánicas a tal velocidad que saltaban los escalones de dos en dos. El de mayor edad, un hombre de pelo cano, fue el que primero se me aproximó, no sin antes recibir alguna indicación discreta del agente que no había dejado de vigilarme desde que recobré el sentido.
–¿Se encuentra bien? – preguntó mientras me escudriñaba las pupilas con una pequeña linterna -¿Puede decirme cómo se llama?
–¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? –respondí desconcertado. Miré mi reloj. Eran las 08:37 -¿Qué clase de lluvia era la que caía hace un rato? Las gotas se me estaban clavando por todo el cuerpo. Me iba a desangrar. Tuve que correr para ponerme a salvo– me expliqué.
– ¿Lluvia, dice? – el hombre me miró sorprendido. Luego fijó la vista en la cubierta abovedada de la remodelada estación de Sol y como hablándose a sí mismo añadió – Comprendo.
![](https://static.wixstatic.com/media/a27d24_bd29a146ad5d452f9e4ed283fd17491b~mv2.jpg/v1/fill/w_956,h_1920,al_c,q_85,enc_auto/a27d24_bd29a146ad5d452f9e4ed283fd17491b~mv2.jpg)
Comments